Perseguidos cada vez más de cerca por los franceses, y con la marcha ralentizada por el peso del botín, Eduardo decidió erigir una buena posición de defensa sobre una colina de Crécy y se dispuso a esperar el ataque de sus perseguidores. Los caballeros franceses estaban tan seguros de su victoria que no trataron de utilizar sus ballesteros genoveses como hubiera sido lo razonable, ni intentaron posicionar sus propias tropas. Atacaron nada más llegar al campo de batalla. Quince o dieciséis intentos de ataque fueron rechazados por los arqueros ingleses, con un resultado final de más de mil caballeros y nobles franceses muertos sobre el campo de batalla, mientras los ingleses contaban con bajas insignificantes. Cuando el ejército francés sufrió en 1356 cerca de Poitiers una derrota aún más humillante y años más tarde, en 1415, una nueva masacre en la batalla de Agincourt, Inglaterra no estaba en posición de salir victoriosa de la Guerra de los Cien Años, pero el mundo contaba con una leyenda heroica más.
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Si, como resultado de tales habladurías, uno se pregunta por qué se renunció a un arma tan milagrosa, se suele leer que quizás pudo olvidarse la técnica, que faltaban los reclutas o la madera adecuada. Otros buscan las razones en la ignorancia de los generales, que no quisieron darse por enterados de que el arco largo era muchísimo mejor que la lentitud de fuego del arcabuz que, como todo el mundo sabe, además fallaba habitualmente el blanco. Naturalmente siempre hay generales incapaces, pero en las guerras del renacimiento fue probado casi todo lo que existía en nuevas armas y técnicas, y aquellas que no evolucionaron con la suficiente rapidez desaparecieron en su mayoría del escenario.
A pesar de ello, es indiscutible que el arco largo inglés era una arma formidable y muy propia de los mercenarios. Después de sus espectaculares resultados durante la guerra de los Cien Años, otros poderes militares contrataron a los arqueros ingleses, por lo que se les encuentra en muchas batallas en Europa hasta el siglo XVI. Así, sigue siendo interesante ocuparse en detalle de la historia de esta arma.
En la literatura de la Edad Media encontramos múltiples menciones al arco, y hasta se le puede ver representado en imágenes, pero se lee muy poco sobre su uso en grandes batallas. Tuvo un papel clave en la batalla de Hastings (1066), donde los normandos lo utilizaron para debilitar el muro de escudos de los anglosajones que no podían romper con su caballería. También fué decisivo en los ejércitos del emperador Federico II, en manos de los sarracenos reclutados en Sicilia y asentados en la colonia militar de Lucera. La razón de la estima de Federico a sus sarracenos, sin embargo, no queda clara: ¿eran sus habilidades como arqueros o su fiereza en la lucha contra el papado lo que les hacía tan queridos?
Lo interesante es que, sin embargo, los arqueros no conseguían establecerse como cuerpo militar permanente. Tanto los succesores de Guillermo el Conquistador como los de Federico II renunciaban completamente al uso de arqueros o preferían tomar a ballesteros en su lugar. La situación era algo distinta en el este, donde Constantinopla había aprendido estimar esta arma de sus adversarios en las guerras contra los turcos, alintando arqueros a caballo de los Balcanes o a turcos. Durante las Cruzadas, los europeos occidentales aprendieron que también necesitaban armas de largo alcance para mantener a los jinetes enemigos a distancia. Ricardo Corazón de León, el cruzado más famoso, volvió de allí como acérrimo defensor de la ballesta.
La ballesta sacó gran provecho de las Cruzadas. Sus flechas tenían más fuerza y, sobre todo, no necesitaba tanta práctica ni habilidad como el arco largo. La ballesta se estableció como arma propia de las milicias de las ciudades y de los marineros, y así se encontraban fácilmente especialistas en los puertos de Catalunya, el norte de Italia o Flandes. El reclutamiento de arqueros versados planteaba más dificultades. No hubo en mucho tiempo una región específica a donde dirigirse, aunque esta circunstancia cambió durante la conquista de Gales (1278-1284) por los ingleses, cuando tuvieron que enfrentarse a la popular versión galesa del arco largo. Quizás debiéramos apuntar aquí que la participación de arqueros ingleses en las Cruzadas es en gran parte pura fantasía, ya que aprendieron esta técnica cuando las Cruzadas ya habían llegado a su fin.
Cuando el rey Eduardo I inició la conquista de Gales, se vió confrontado enseguida con una guerra de guerillas perversa. El terreno montañoso y sus muchos bosques no eran adecuados para las cargas de la caballería pesada y, sobre todo, los galeses no pensaban ni de lejos en presentar batalla contra un ejército inglés mucho mejor armado. Lo suyo eran los ataques de sorpresa, y si tenían que enfrentarse de frente a fuerzas muy superiores solían retirarse a las montañas y adentrarse en los bosques. Durante estas escaramuzas utilizaban con gran eficacia el arco largo.

Eduardo les puso en acción muy pronto, cuando en 1292 empezó con el sometimiento de la Escocia rebelde. Los escoceses habían aprendido, durante su rebelión, estrategias de defensa muy efectivas contra las cargas de la caballería, organizándose en grandes grupos de piqueros – llamados «schiltron» -. Bajo el mando de William Wallace aún pudieron derrotar un ejército inglés cruzando el rio Stirling. Tan sólo un año más tarde, en Falkirk, los schiltrons escoseses fueron tan diezmados por los arqueros galeses de Eduardo, que no resistieron el ataque de la caballería. Este estrategia victoriosa se repitió en bastantes ocasiones hasta el siglo XVI. No obstante, al examinar los grandes éxitos del arco largo en las guerras de Gales y Escocia, no se debe olvidar que estos grupos disponían de muy poca armadura. Algunos llevaban cotas de malla, pero la gran mayoría no tenía más que escudos y túnicas alcochadas.
De cualquier forma, el arco largo había probado su eficacia como arma. Y aún más importante era la experiencia que los ingleses habían adquirido a lo largo de estas guerras en lo que refiere a la combinación de armas diferentes. No obstante, cuando empezó la guerra de los Cien Años, Eduardo III buscó el apoyo de caballeros mercenarios y recurrió solo en última instancia a los arqueros cuando ya no pudo pagar los altos sueldos de los caballeros. Con las espectaculares victorias de Crécy y de Poitiers, ésto cambió y los arqueros pasaron a ser muy solicitados. Aunque el arco inglés no era una arma milagrosa. Se sabe que sus flechas podían penetrar cotas de malla en el siglo XIV. Pero con armaduras la cosa cambia. Claro que también había aquí grandes diferencias de calidad, y parece claro que un duque se protegía con algo mucho mejor que el último escudero de su escolta, que debía contentarse con los peores y más anticuados modelos de armadura. En un dibujo de la batalla de Mühldorf (1322) se pueden ver claramente las distintas armaduras, y también los cascos cónicos (barbute) que dejaban la cara sin protección.
El historiador Jonathan Sumption, a quien estimamos como el mejor especialista de esta materia, concluye: «El arco largo, la clave en la mayoría de las victorias inglesas en el siglo XIV, tuvo (en Poitiers) un papel relativamente menor. Los arqueros fueron bastante eficientes contra el ataque inicial de la caballería francesa y durante la fase final, cuando los franceses fueron arrojados colina abajo de Audley y del Captal de Buch. Pero fueron mucho menos eficientes contra los hombres a pie que contra los caballos.»
En la descripción de la batalla de Auray (1364) Sumption es todavía más explícito: «A pesar de su gran número, los arqueros ingleses aportaron casi nada al éxito de la batalla. Las flechas nunca fueron tan eficientes contra los hombres a pie como contra los jinetes, cuyos caballos no llevaban armadura y se asustaban fácilmente. Los franceses también mejoraron poco a poco su manera de luchar a pie y aprendieron a protegerse mejor. Du Guesclin adelantó a sus hombres bien acorazados en densas filas bajo un techo de escudos. Froissart relata que los arqueros tiraban al suelo sus arcos, con los que no habían conseguido nada, y se lanzaban al combate.»
En gran parte, los arqueros ingleses también deben sus éxitos a la arrongancia de la nobleza francesa, que prefería lanzarse de inmediato sobre sus enemigos sin ninguna táctica o disciplina. Las batallas de Nájera (1367) y Aljubarrota (1385) demostraban que los castellano no lo hacían mejor. La sangrienta derrota de Nicópolis contra los turcos durante la Cruzada en 1396 también fue causada por la misma ignorancia. Para la nobleza no era fácil aceptar que la guerra había alcanzado tal complejidad que requería la colaboración entrenada de diversas armas. Cuando los franceses aprendieron esta lección, consiguieron en Formigny en 1450 tan sólo con dos cañones pequeños descolocar a los arqueros ingleses de sus seguras posiciones y atropellarlos con la caballería. Las bajas franceses se estiman entre 200 y 300 hombres, a pesar que enfrente tenían unos 3.000 arqueros y 800 hombres de armas a pie.
También el poderoso duque de Borgoña Carlos el Temerario reclutaba arqueros ingleses a miles para sus guerras. No obstante, sus ejércitos fueron aplastados en Granson (1476) y Morat (1477) por la infantería suiza sin ofrecer mucha resistencia. Nadie pretende que un suizo tuviera mejor armadura que un caballero, pero a pie era mucho más ágil. En la última batalla de la guerra de las Dos Rosas cerca de Stoke (1487), unos 2.000 lansquenetes y suizos casi consiguieron una victoria parecida contra fuerzas de arqueros y hombres de armas bastantes superiores. Sin embargo, los ingleses todavía gozaban del esplendor de sus grandes victorias, y estaban seguros que cada uno de ellos valía como mínimo por 20 franceses. Cuando Enrique VIII trató repetir sus fulgurantes victorias en su invasión a Francia en 1544, tuvo que comprobar que sólo con sus legendarios arqueros no podría conseguir nada, sino que debía reclutar a miles de lansquenetes, arcabuceros españoles y mercenarios de otros muchos países. Su hija Isabel I actuó en consecuencia y, por decreto, excluyó al arco del reclutamiento. No obstante la discusión sobre sus ventajas y desventajas continuó en Inglaterra hasta el final del siglo. En 1590 un defensor del arcabuz escribió que quizás las flechas asustaban más a los caballos, pero que los hombres se asustaban de las balas.